Maratón

Crónica de participación en el 40 maratón de Dublín

Son las 6:10 de la mañana del 27 de octubre de 2019 cuando suena el despertador y me dispongo a ponerme en marcha. Contemplo el amanecer dublinés desde la ventana del hotel mientras doy cuenta del contenido de la bolsa del corredor o, como  la llamaba el voluntario que me la entregó, the picnic basket (viene con varias barritas de cereales, galletas, chocolatinas y dos tarrinas de arroz con leche).

Por primera vez en todo el tiempo que llevo corriendo maratones, mi mente está distraída, relajada. No me preocupa el tiempo a realizar, no me preocupa si el perfil es favorable u hostil, de hecho, ni siquiera lo he mirado. No hay estrategia de carrera. Lo único que quiero es que no me duela nada y llevarme un buen recuerdo. Pino ya me había dicho hacía poco “Te mereces un maratón en el que veas recompensado el esfuerzo invertido en los entrenamientos”.

En torno a las 7:00 salgo a la calle ataviado con el chándal del club y el regalo que más he agradecido de cuantos he recibido en carrera: un gorro que será bonito o feo en función de los gustos estéticos, pero que abrigaba una barbaridad. Ignoro a qué temperatura estamos, pero tengo muchísimo frío y me preocupa pensar en el momento en que tenga que quedarme de corto. Camino a Fitzwilliam Square paso por delante del pub donde unos años antes acabé abrazado a cuatro irlandeses desconocidos mientras entonábamos una versión muy libre del clásico Whiskey in the Jar y no puedo evitar esbozar una sonrisa cargada de nostalgia. Al cruzar el Gran Canal ya veo el arco de salida y me dirijo a la zona del guardarropa mientras Kaos Etílico va tronando en mi mp3.  Decido intentar una marca que quede a caballo entre mi mejor registro (3h10´, Frankfurt 2016) y el peor (4h08´, Berlín 2018). Hago mi primer directo de Instagram, me quito el chándal, entrego la bolsa y empiezo a calentar suavemente para intentar evitar terminar como Jack Nicholson al final de El Resplandor –ojo, spoiler de una peli de hace cuarenta años-.

8:45 de la mañana. Suena el disparo de salida. La gente inicia la marcha de una forma inusualmente ordenada, no hay tropiezos, frenazos ni empujones ¿será que la mano de San Patricio protege a los atletas o será que en este país la gente respeta los cajones de salida en lugar de colocarse donde les brota?

Al tercer giro ya no tengo demasiado claro dónde estoy, pero pronto alcanzamos la entrada sur de Sant Stephen´s Green, que rodeamos acariciados por los primeros rayos de sol y nos dirigimos a la Christ Church. Esta parte del recorrido todavía se percibe como llana y las sensaciones, exceptuando el frío y la humedad, son buenas. Es al cruzar el James Joyce Bridge cuando el perfil empieza a volverse desfavorable y cuando cometo mi primer y principal error de carrera: no adaptar el ritmo a la altimetría y mantenerlo constante.

En el kilómetro cuatro pasamos por el primer avituallamiento, amplio y a ambos lados del recorrido, se puede coger agua y reincorporarse a la carrera sin dificultad. Deduzco que los puntos de avituallamiento estarán colocados cada dos millas y media y en función de eso establezco mi estrategia de ingesta de geles para poder disponer de agua cuando los tome.

Una parte importante del recorrido transcurre por Phoenix Park pero, a diferencia del medio maratón, se entra por el zoo y el cuartel de la Garda (policía en gaélico) y se sale a la parte baja de la ciudad, por lo que el trazado es, con excepciones, de bajada.

A la salida del parque se encuentra el poste de la milla 10 (kilómetro 16) las sensaciones siguen siendo buenas, las piernas van ligeras y la carrera no se hace pesada. Giro un momento la cabeza y veo que sin ser consciente he formado un pequeño grupo de corredores que van siguiendo mi paso con precisión milimétrica. Supongo que una liebre nunca deja de serlo…

Esta parte del recorrido es bastante menos vistosa y menos favorable que los primeros tramos, pero la gran presencia de público hace que sea fácilmente llevadera; además, llamándote Mario no sólo recibes ánimos de espectadores españoles, sino también de italianos y alemanes.

Paso el medio maratón en algo menos de una hora y cuarenta y cinco minutos. Por ahora todo va bien. Todo va preocupantemente bien. Sé que antes o después voy a pagar el precio de no haber adaptado el ritmo al perfil y sé que es probable que el glúteo o el isquio quieran hacerse notar en algún momento. Dicen que todo el mundo tiene un plan hasta que se lleva la primera hostia; hasta que ocurre algo que te hace recordar catástrofes anteriores y de pronto tu confianza y tu seguridad empiezan a desmoronarse. Pero ese momento todavía no ha llegado.

Es poco después del paso por la milla 15 (km 24) cuando me doy cuenta de que casi sin enterarme me he quedado sin piernas. No duelen, pero van como vacías, como un motor falto de compresión. La ventaja de este deporte es que no requiere unas grandes capacidades psicomotrices y que no necesitas ser ingeniero para ir colocando un pie delante del otro y así sucesivamente. Mi cerebro va dando las órdenes y por ahora las piernas obedecen, aunque el ritmo se ve ligeramente afectado. Si pude hacer 32 kilómetros cojo en Berlín, puedo hacer 18 ahora con una pequeña pérdida de potencia.

El verdadero problema apareció inmediatamente antes de que el Garmin señalase el kilómetro 36, pues es entonces cuando noto que a nivel cardiovascular no voy todo lo bien que debiera, que se me ha disparado el pulso y que tengo alguna dificultad respiratoria. Uniendo todas las piezas del puzzle, la explicación más sencilla sería un inicio de deshidratación y esto, queridos lectores, es algo que no tiene remedio; puesto que para cuando lo notas, suele ser demasiado tarde. Las opciones son dos: adaptar de nuevo el ritmo o exponerme a terminar siendo asistido por los sanitarios. Como la idea de llevarme una RCP de recuerdo del viaje no me seduce, opto por lo primero.

Dejo atrás la universidad de Dublín y justo al pasar por el campo de golf de Elm Park veo el poste de la milla 24. Quedan dos y 385 yardas. El ligero reajuste del ritmo me ha servido para recuperar sensaciones y me encuentro bastante mejor. La animación vuelve a ser espectacular y ya a falta de una milla puedes sentir cómo el público te lleva.

Dos últimos giros y ya se divisa el arco de meta en Merrion Square que atravieso en el instante en el que marca 3:39:16; dejándome un neto de 3:38:27. En sí mismo no es una marca para enmarcar, ni para celebrar, ni para alardear de ella; pero son 30 minutos menos que en Berlín el año anterior y es la prueba de que todo el trabajo realizado durante los últimos doce meses, tanto a nivel físico como psicológico, ha ido en la dirección adecuada; ha servido para acercarme un poco más al nivel en el que estaba antes de las lesiones y la anemia.

Por supuesto, esto no termina aquí. Nos quedan por delante cientos de carreras y miles de kilómetros, nos queda disfrutar de los momentos en los que todo sale y nos quedan tragos amargos que pasar. Pero en eso consiste este deporte, en asumir y aceptar que ni esto es un camino de rosas ni llueve para siempre. Todo llega. Todo pasa. Es muy fácil amar a la luna cuando siempre la ves brillar, lo difícil es seguir haciéndolo cuando no la ves o cuando no luce tanto. Hubo quien que se enfadó conmigo cuando escribí mi crónica de Berlín 2018 acusándome de ser negativo y de desanimar a la gente. Yo lo consideré un ejercicio de honestidad. Y el mensaje a transmitir es precisamente el contrario. Berlín supuso para mí, tanto en lo deportivo como en lo personal, una de las experiencias más decepcionantes y desalentadoras de cuantas haya vivido… y aquí estoy, un año después, habiendo completado mi decimoquinto maratón y pensando en el siguiente. Y teniendo muy claro que quien quiera tirarme, tendrá que pegarme mucho más fuerte.

No puedo terminar esta publicación sin transmitir mi más sincero agradecimiento a todas las personas que han hecho posible que yo esté escribiendo ahora; que me han apoyado en todo momento aunque no lo haya puesto fácil; que no me permitieron abandonar cuando las cosas se pusieron feas; que decidieron quedarse y soportar mis neuras, inseguridades y miedos cuando la lógica dictaba salir huyendo.

Este año mis aliens aún no han tenido hijos, pero quiero dedicar esta medalla a Ona, que está al llegar; a Pino, que es el artífice de todo esto; y a Elsa, que sigue siendo mi primer pensamiento cuando cruzo una meta.

“Y sentir que aún nos quedan líneas por escribir; que no necesitamos final feliz.”

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